lunes, 11 de febrero de 2019

Unidad 2. 3. Institucionalización del Estado mexicano.

3.1        Nacionalismo revolucionario.

“A raíz de la ideología que se estructuro en torno a la Revolución Mexicana, la constitución Política de 1917 represento la primera Carta Magna de la historia humana que plasma las garantías sociales de los sectores populares y que crea y define la tutela del Estado sobre los derechos de los trabajadores; ello represento una forma histórica de distribución de la riqueza al estipular un salario mínimo y al colocar los cimientos de un sistema de seguridad social.

La ideología del nacionalismo revolucionario desplegada con intensidad desde 1920 fundo su racionalidad en el mercado interno, en la construcción de instituciones necesarias para la estabilidad social y política, y en la estructuración de un régimen de economía mixta sustentado en la deliberada y activa intervención del sector público en la creación y distribución de la riqueza. Con el paso de los años, esta centralidad del aparato de Estado en la vida nacional se extendió debido a la influencia que ejerció la concepción keynesiana/estructuralista en el diseño de las políticas públicas mexicanas al menos desde mediados de la década de los cuarenta del siglo XX […]

A grandes rasgos, entre 1934 y 1982, el papel del aparato de Estado en México consistió en manifestarse como rector, promotor, planificador, inversionista, propietario de medios de producción, regulador, banquero y benefactor en la estructuración del mercado y en el proceso de desarrollo en general”.

3.2        Sectores sociales y fuerzas políticas.

La creación del Partido Nacional Revolucionario (PNR) en 1929 se atribuye a la muerte de Álvaro Obregón y a la difícil situación política que aquello creo. La inestabilidad política acelero la creación de un mecanismo político partidista que convocara y reuniera a todas las fuerzas políticas identificadas con los objetivos de la revolución.

Para el primero de marzo de 1929, los principios generales del partido, acordados en el congreso de Querétaro, estuvieron guiados por la aceptación de la democracia como forma de gobierno, la defensa de la libertad del sufragio y el crecimiento social del país; así como la defensa de la soberanía.

En términos generales, los principios oscilaban en una ambigüedad ideológica: la aceptación de las normas históricas de la construcción del Estado moderno y la búsqueda de la emancipación de los trabajadores. Esto girando sobre el eje conductor de la construcción de una organización incluyente en sus diferentes esferas y componentes partidistas.

De la misma manera, los estatutos preveían una estructura vertical que partía de los comités municipales, pasaba por los comités de estado y territorio y culminaba en un Comité Ejecutivo Nacional electo por un comité Directivo Nacional. Una de las principales funciones del partido, en general otorgadas al CEN, era la de “servir de armonizador y arbitro entre los órganos del partido”; dicha función realizaba la distribución pacifica de cuotas del poder nacional y local entre los agremiados. Otras de las funciones eran la institucionalización de la vida política; así como la canalización de las demandas populares.

Las génesis del PNR se define por su carácter incluyente y arbitral. Podemos definirlo por una lógica que busca instalar a las fuerzas organizadas y sobrevivientes o regimentadas durante el periodo postrevolucionario que avanza hacia la competencia o conquista del poder dentro de las instituciones, que por razón tenga el sustento y continuidad del poder institucionalizado; lo cual implicaba que todo aquel que se encontrara fuera del pueblo representado en el partido debería de ser considerado reaccionario a los intereses de la nación.

El discurso cardenista se orientó a captar el apoyo de obreros y campesinos mediante una retórica socialista; Cárdenas recurrió a un socialismo a la mexicana, distinto al liberalismo y al comunismo soviético, cuyas raíces ubicaba en la Revolución Mexicana. Este discurso buscaba estructurar la centralidad política pérdida en 1910; también hacer contrapeso a las distintas fuerzas políticas organizadas y asegurar su estabilidad, su relación armónica y la conservación del poder central. También influye la transformación del PNR en PRM configurando la estructura del partido de la familia revolucionaria de una organización territorial a una organización sectorial.

3.3        Presidencialismo.

3.3.1        Presidencialismo.

Conviene iniciar con una evidencia: el presidencialismo en México es anterior a la construcción de la institucionalización del poder. Es verdad que la preeminencia del poder ejecutivo sobre los demás poderes y su posición como pieza central del sistema político mexicano se explica, en gran medida, por los enormes poderes que le ha dato el texto constitucional al presidente de la república.

“El presidencialismo mexicano ha estado y esta constitucionalizado; pero también es cierto que, junto con el diseño constitucional, el contexto político resulta determinante para que las facultades jurídicas el poder político del presidente se haya desplegado plenitud. […]”

En el Congreso Constituyente de Querétaro de 1916 – 1917 la discusión sobre el régimen presidencialista también se hizo presente. Cuando Venustiano Carranza presentó su proyecto de reformas a la Constitución de 1857. En el discurso inaugural del Congreso constituyente, dibujo la opción entre parlamentarismo y presidencialismo. Carranza acabo inclinándose por este último régimen y dotando, en consecuencia, al presidente de un gran cumula de facultades, mientras por otra parte se limitaba deliberadamente al poder legislativo con el fin de que no pudiera – dijo entonces Carranza – “estorbar o hacer embarazosa y difícil la marcha del poder ejecutivo” (Jorge Carpizo, el presidencialismo mexicano, nota 148, pág. 41). […]

“Ni los porfiristas – escribe Arnaldo Córdova -, con la inveterada adicción al poder autoritario y dictatoria, fueron jamás capaces de imaginar siquiera una legitimación tan completa y contundente del poder presidencial con la fuerza y la autoridad con que queda diseñando en la constitución de 1917” (Arnaldo Córdova, nota 170, pág. 123).

Otra fecha significativa para el presidencialismo mexicano algún tiempo después del constituyente de 1916 – 1917, la representan el año de 1935, cuando se produce la expulsión del país del expresidente Plutarco Elías Calles del entonces presidente Lázaro Cárdenas. A la expulsión supuso el cambio de un presidencialismo personalista “el estilo caudillista” aun presidencialismo institucionalizado porque, a partir de entonces, los cambios en el poder, las sucesiones en el liderazgo nacional quedarían enmarcadas por un complejo entramado institucional construido alrededor del presidente y del partido oficial que está consolidándose. Además, con esa decisión, Cárdenas estableció una de las reglas fundamentales del sistema político mexicano: todo el poder sería para el presidente, pero solo por seis años, sin posibilidad de extender su mandato fuera de superior (Rodrigo Gutiérrez Rivas, “El conflicto Calles-Cárdenas: un acercamiento al origen del presidencialismo mexicano”. Ensayos sobre presidencialismos mexicano, México, Aldus, 1994, pág. 65) comenzaba a tomar forma a la larga etapa del periodo hegemónico caracterizado por un presidencialismo exacerbado pero institucionalizado en el marco de un partido político revolucionario”.

3.3.2        El Estado nacionalista.

Estuvo presente en el lenguaje desde los primeros análisis políticos de México y de su revolución en el siglo XX (1910 – 1917), si bien se hace manifiesto y cobra fuerza a partir de la presidencia del general Cárdenas. Es en este caso, el nacionalismo un rechazo total y absoluto a la doctrina Monroe conocida por el famoso eslogan de “América para los americanos” y la política del big stick, es decir, mantener un discurso de estado de fraternidad para permitir la apertura económica de Estados Unidos de América de los países latinoamericanos. Para lograrlo se requiere, obviamente, de un estado fuerte y capaz de sostenerse ante las embestidas que pudieran derivarse de las reformas que se pondrán en práctica y que, de una manera u otra, habrá de tocar intereses foráneos. Esto porque el nacionalismo establece una clara diferenciación entre dos tipos de burguesía, a saber, la nacionalista y la proimperialista, y el proyecto contempla el afincamiento de la primera, como forma para lograr la completa independencia del país respecto del capital extranjero; esto es, la emancipación de México.

Los regímenes nacionalistas hacen énfasis en el fortalecimiento de la burguesía local y nacionalista, para lo cual aplican medidas protectoras de la industria nacional.

Durante el periodo cardenista se consolido el modelo nacionalista de desarrollo económico, en el que inscribieron los países latinoamericanos que durante esa fecha contaban con un incipiente sistema diversificado de producción. Este modelo consistió en un proceso de sustitución de importaciones, al cambiar los precios relativos de las importaciones y de los productos que competían con ellas, se alentó la sustitución de bienes de fabricación nacional.

Esta estrategia se manifestó sobre todo en los últimos años del sexenio de Cárdenas, pues hizo necesaria la intervención del gobierno como promotor de crecimiento industrial, mediante un conjunto de medidas generalizadas bajo el concepto de proteccionismo que, en la búsqueda de la independencia económica, incluyeron exportaciones – petrolera, agraria y ferrocarrilera – e implicaron el establecimiento de un sistema de economía mixta.

El proceso de sustitución de importaciones convirtió al sector industrial en el motor de la economía por primera vez en la historia de México. Otro factor importante de ese crecimiento fue el aumento de la inversión pública que se destinó a la infraestructura básica, en la construcción de caminos, presas y otros sistemas de riego, al mantenimiento y relativa expansión de los ferrocarriles y, a partir de la expropiación petrolera, al sector de energéticos.

3.3.3        El Estado populista.

Es necesario traer a colación un concepto más que juega un papel importante en el proceso revolucionario mexicano: el populismo. El cual está impregnado generalmente de un cierto discurso antagónico a la ideología predominante, y ello lo hace sospechoso a los ojos de las clases altas.

El populismo fue un movimiento político y social desarrollado en América latina a principio del siglo XX, como parte de la transición iniciada al entrar en crisis las oligarquías terratenientes que dominaron el siglo pasado, al tiempo que emergieron nuevas clases sociales bajo el impulso de la creciente industrialización: la burguesía industrial, el proletariado urbano y las clases medias compuestas por profesionistas, pequeños comerciantes, empleados, etc. Sin embargo, debido a que ninguno de esos grupos tenía aun la fuerza necesaria para tomar el poder político e imponer un nuevo orden socioeconómico, se hizo necesaria la presencia de un gobernante central fuerte, capaz de establecer un equilibrio entre los grupos opuestos que permitiera la destrucción del antiguo régimen.

Así, los gobernantes latinoamericanos capitalizaron la indignación de las masas populares contra el régimen oligárquico y lograron una mutua relación de apoyo con la clase trabajadora que, al tiempo que evitaba el estallido de conflictos sociopolíticos, organizaba el mantenimiento del poder político. Por esta razón, una de las peculiaridades del estado populista es la movilización y el control de las masas urbanas por parte del aparato estatal, específicamente por el poder ejecutivo.

Obregón hizo del caudillismo populista una práctica de gobierno que le permitió mantenerse en el poder, pese a las rebeliones que acontecieron. Plutarco Elías Calles heredo de Obregón el populismo y la política del gobierno fuerte para la reconstrucción nacional, aunque no tenía el carisma de Obregón logro superar las expectativas; fortaleció el populismo que por principio lleva la conciliación de las clases en la esfera nacional.

Las causas del sistema político mexicano tuvieron un desenlace económico soportado por esta estructura política, principalmente por el estado nacionalista burgués.

La persistencia de un proyecto populista en México tuvo en si sus bases en la gran fortaleza del Poder Ejecutivo, y en la consecuencia de un crecimiento económico exitosos que no se contrapuso a cierta redistribución progresiva del ingreso. Por ello, es necesario analizar el componente histórico del sistema político mexicano desde la economía.

3.4        La cultura mexicana en el siglo XX.

3.4.1        Cultura mexicana.

Las culturas cambian constantemente: el cambio es una forma de ser, algunos rasgos se pierden y otros se adquieren, por préstamo, inducción, imposición o creación original; dichos cambios se expresan en la constitución de grupos sociales nuevos, cuyos miembros se identifican entre sí por el empleo de un conjunto de rasgos culturales a los cuales dan un sentido propio, distinto del que pudieran tener en el contexto social en el que están inmersos. En este proceso se genera una nueva identidad cultural, vinculada a una subcultura emergente o procesos de génesis cultural, nuevas estructuras significantes capaces de producir sentidos propios para quienes lo comparten. Los mexicanos han intentado dar una respuesta a la interrogante sobre el ser y devenir de ellos mismos con la presencia casi permanente de tres mundos participantes en esta definición: el indígena, el hispano y el estadounidense.

México, ha tenido que reflexionar sobre la cuestión nacional, empujado muchas veces por circunstancias internacionales que han creado vacíos y han obligado al cuestionamiento de la posición de nuestro país en el concierto mundial. Dentro de este proceso de largo alcance encontramos dos momentos de alto impacto. El primero se sitúa en medio de los cambios producidos por la revolución estadounidense de 1776 y la francesa de 1789, con la caída de los regímenes monárquicos absolutistas y el ascenso del liberalismo se da inicio del fin de la dominación española en América.

El segundo momento importante lo podemos encontrar en las primeras décadas del siglo XX, con la crisis del liberalismo y el surgimiento de los primeros estados socialistas tienen reacciones mundiales que conducen entre otras cosas al totalitarismo y el fascismo en algunos países. Parece constitutivo de la cultura mexicana se ambivalente situación con respecto a la cultura europea u occidental, de la misma manera que, en mayor o menor grado, ese fenómeno ambivalente es propio de toda América Latina como participes del ámbito de la cultura occidental. Será a fines de la época porfiriana donde un régimen surgido la lucha liberal se encontrará con una época de apertura con respecto al exterior y con el deseo de ser “un país civilizado” y poder integrarse “a la altura de las naciones cultas del mundo”.

El siglo XX mexicano se iniciará en 1910 con la Revolución Mexicana por ello el concepto de Revolución Mexicana integrará:

a)       La perspectiva unificadora proporcionada oficialmente para hacer estable y legible a la realidad mexicana, perspectiva fundada en un dictum: el Estado es la entidad más allá de las clases y más allá de la lucha de clases.

b)      Las líneas de conducta individuales y sociales que las clases dominantes aceptan son ejemplares y de validez universal.

c)       Complementariamente, la visión ideológica en torno a la cultura y la sociedad que, formulada o no de modo explícito, ofrece y/o acepta al Estado.

En lo cultural la Revolución Mexicana (en este caso, el aparato estatal) fuera del periodo de Vasconcelos en la Secretaría de Educación Pública y del proyecto cardenista, ha carecido de pretensiones teóricas y ha oscilado en sus intervenciones prácticas, sin que ello advierta contradicción y estrecheces de un nacionalismo cultural al frecuente oportunismo de una actitud, del afán monolítico a la conciliación. Este elemento se extiende hasta el año de 1968 y la década de setentas.

Uno de los momentos de gestación de la “cultura de la Revolución Mexicana” fue cuando José Vasconcelos hace venir de Europa a Diego Rivera y a Montenegro, pintores a quienes les ofrece los muros de los edificios públicos para sus obras; Rivera empezara por pintar a la encáustica en el Anfiteatro Bolívar de la Universidad, y Montenegro en la ex iglesia de San Pedro y San Pablo. Con el paso del tiempo agruparan a su entorno a otros artistas y cohesionándolos en el Sindicato de Artistas Revolucionarios, de donde surgirá el programa explícito del movimiento con el documento de titulo Manifiesto, dirigido, significativamente a los campesinos, los obreros, los soldados de la revolución, los intelectuales no comprometidos con la burguesía, donde proponían un arte público para todos, y por lo tanto monumental; descalificaba como inútil a la pintura de caballete; reconocía como fuente inspiratoria al arte popular mexicano, el que pregonaba “el mejor del mundo”; y pedía un arte para la revolución, que actuara sobre el pueblo para encaminarlo a adelantar el proceso revolucionario. Aunque en realidad el manifiesto fue contradicho por la práctica de los pintores al día siguiente de haberlo firmado.

Un componente central de esta ·escuela mexicana” es su nacionalismo, lo cual se convertía en un hito romántico, en el último romanticismo posible, artistas como Xavier Guerrero, Alva de la Canal, Fernando Leal, Fermín Revueltas, serán expresión de ello. Después los epígonos, de Juan O ‘Gorman, O’Higgins, González Camarena, Alfredo Zalce, José Chávez Morado y otros tantos; así como una subcorriente de la escuela mexicana como Julio Castellanos, Carlos Mérida, Agustín Lazo “El Corzo”, Antonio Ruíz, Alfonso Michel.

La hora de volver los ojos a la realidad nacional había sonado, y en ese camino anduvieron Candelario Huizar y sobre todo Carlos Chávez y Silvestre Revueltas, quienes llegaron a entenderse en el medio mexicano como la contrapartida, en términos musicales, del movimiento muralista.

Silvestre Revueltas, muerto joven suele ser considerado el musico más dotado que haya producido el país.

Su condición de pivote del movimiento musical mexicano es indudablemente: el dio a conocer en México gran parte de la música contemporánea, y cercanos a él estuvieron el grupo de músicos nacionalistas como José Pablo Moncayo (celebre su Huapango), Hernández Moncada, Blas Castillo (sones de Mariachi) o Jiménez Mubarak; e incluso el propicio la aparición de una nueva generación de compositores, ajenos ya a la preocupación nacionalista que les parecía agotada, como Joaquín Gutiérrez Hernández, Julio Estrada, Leonardo Velázquez, Héctor Quintanar, otros en general.

Para los principios de los años cincuenta, se genera el “renacimiento mexicano”, con reconocimiento del mundo oficial muchos jóvenes veían fatigada la senda nacionalista y encontraban el ambiente irrespirable. La época de cerrazón había alcanzado un ápice y entraba en crisis. La cerrazón, tanto artística como parte de la política del estado, se propició por el gran éxito del arte nacionalista mexicano, especialmente por su pintura y por la fuerte personalidad de los “tres grandes” Rivera, Orozco y Siqueiros; de tal forma que el arte y la cultura se había beneficiado del aislamiento de Europa que era consecuencia de la guerra encarnada contra el comunismo y los regímenes totalitarios, en un momento en que los Estados Unidos no tenían una nada importante que ofrecer en materia de arte (hasta la aparición del expresionismo abstracto).

Por su parte, Tamayo permanece como un gran clásico, quizá como el último de los grandes clásicos, ya que, cuando se le atacaba por no hacer una pintura mexicana contestaba con que la suya lo era, y en una medida mayor que los muralistas, pues aquellos se quedan en la superficie de la realidad nacional y caen en el folklorismo, mientras que el bajaba a una profundidad, las esencias de lo propio.

Cuando hacia mediados de los años setenta, el mundo oficial llego a aceptar la existencia y la vigencia de la nueva pintura mexicana (exposición de “Confrontación 66” en Bellas Artes) situación curiosa para el arte mexicano. Los epígonos de la escuela subsistieron y subsisten con un público formado y no alejado de encargos no oficiales.

El panorama de la nueva pintura, la nueva escultura y el nuevo grabado mexicano no ofrecen tendencias fácilmente discernibles, sino que más bien es un aglomerado de esfuerzos individuales casi aislados. Roto el circulo vicioso de atadura hacia el Estado, la presencia de la vanguardia europea, y con mayor peso en los años recientes de la vanguardia neoyorquina se hacen sentir un puñado de muy buenos artistas, que van desde la búsqueda de la exacerbada tensión espiritual de un Goeritz o un Gerszo, al geometrismo “tamizado” de Rojo o de Sakai, o de la investigación gestáltica de un Felguérez hasta el lirismo contenido de Fernando García Ponce, la afecta monumentalidad de Ricardo Martínez, el expresionismo iconoclasta de Gironella, la mítica imaginación de Toledo.

La cultura nacional surgida de la Revolución Mexicana, consumada como identidad en el presidencialismo populista es concebida así, como una acción colectiva en constante lucha – primordialmente contra invasores extranjeros – al mismo tiempo que transforma y recrea, destruye y rehace aquello que es su materia, la herencia de la conquista y la colonia recibida e interiorizada en esta fase mestiza. Donde cada cultura nacional es hoy una versión peculiar, única e irreversible de la cultura universal, en la medida en que esta se expresa en determinada sociedad a través de sus antiguos rasgos específicos; la cultura universal es una realidad propia, independiente, con su propia lógica y dinamismo, pero ella solo puede existir y expresarse a través de las culturas nacionales en un proceso constante de confrontación entre las naciones y las clases.

Quienes administran en cada sociedad tanto los frutos de la cultura universal como su versión a través de cultura nacional son los de arriba, la capa superior y dominante de dicha sociedad, los que administraban también las otras propiedades; de tal forma que, para la elite en el Estado, la cultura es utilizada para legitimar y perpetuar las normas de dominación/subordinación que ligan i dividen en dos comunidades insuperables y antagónicas. Complejas, turbulentas y difícilmente descifrables son la forma y las vías a través de las cuales la cultura popular se va forjando en la opresión de la cultura de la elite.

Cultura nacional y cultura popular son tomadas en cuenta como dos términos indefinidos; de tal forma que todos, excepto la derecha en México, hacen uso de estas expresiones para santificar, justificar sus luchas o identidades reivindicadas. De tal modo que el Estado hace uso de la cultura e identidad nacionales de forma abstracta para que cada gobierno la utilice a su conveniencia. Un ejemplo de esta condición son los cinco gobiernos que transcurren de 1940 a 1970.

También cultura popular, dicho de la subalternidad es el equivalente de lo indígena o lo campesino, el sinónimo de resistencias anticapitalistas; Cultura popular, según o desde el Estado, es aquella que siempre ha existido y que es nuestra obligación preservar de las contaminaciones y agresiones del exterior.

Los espacios constitutivos de esta identidad cultural (cultura nacional y cultura popular) han sido la Familia, el Estado, la Iglesia, los partidos, la prensa, la influencia de las metrópolis, las constituciones, la enseñanza primaria, la universidad, el cine, la radio, las historietas, la televisión, etc., donde el Estado tiene funciones determinantes: comprime, reduce, alisa. Al aceptar a la familia, el Estado, acaba por aceptar a la hegemonía privada de la moral eclesiástica.

En la cultura nacional, el Estado es esa cosa que trasciende perspectivas de la clase, interés de gobierno, reivindicaciones democráticas, estallidos revolucionarios o las practicas más antiguas o arraigadas y sus formas expresivas que participaron en el adelanto o retraso, del estímulo y la humillación de la nación.

La cultura popular urbana es pese a todo, del pachuco a la música disco, nacionalista, irreverente, gozosamente obscena. Y también necesariamente, machista, autoritario, fácilmente persuasible. Las clases subalternas la asumen, porque no les queda de otra; es dieta regida por la industria cultural vulgar y pedestre que cocina el fatalismo, la autocomplacencia y degradación; aunque hay destellos de identidad regocijante y combativa. Las crisis económicas desarraigan y en el éxodo permanente de multitudes en busca de empleos emigran las ideas de la memoria. Las costumbres antes definidas parecen nostálgicas, barrocas.

La formación de una identidad nacional, distinta de las europeas o de las de otras partes del mundo, pero a la vez consciente de sus afinidades culturales y de los aportes que en especial las primeras han hecho al acervo de nuestro país.

Los enfrentamientos políticos entre conservadores y liberales, entre liberales y radicales, entre católicos y protestantes, entre positivistas y revolucionarios, o entre marxistas, estatistas y neoliberales, muchas veces ocultan y transmiten visiones de nuestra historia que en el fondo no superan ni aventajan en nada a los debates de los primeros años de la Independencia.

Pérez Montfort como Sheridan llegan a la conclusión de que la Revolución, al mismo tiempo que permite descubrir una multiplicidad de realidades culturales, terminara proponiendo demográficamente el nacionalismo revolucionario como un nuevo marco encargado de darle unidad a esa diversidad, intentando resolver de esa manera las carencias de la política revolucionaria.

Las características de la identidad nacional son:

a)       Una gran síntesis de necesidades de adaptación y sobrevivencia, y por tanto algo siempre modificable, una identidad móvil.

b)      La idea de patria fue sustituida por la de nación, así también la estabilidad reemplazo a la independencia en el conjunto de las jerarquías colectivas.

c)       Una colectividad norma con el centralismo las expresiones populares que se divulgan como identidad nacional, son en primer lugar, las del centro de la República.

La emigración permanente o de larga duración hacia las ciudades y los polos de desarrollo agrícola ya crean situaciones completamente novedosas que nos obligan a pensar muchas cuestiones en torno de la identidad cultural. En la ciudad de México y en otras villas durante el periodo colonial hubo siempre barrios de indios, aunque formalmente estuviesen segregados del perímetro español. Siempre existieron indios urbanos; los había mucho antes de la invasión. El fenómeno actual pues, no carece de antecedentes históricos, pero es cualitativamente distinto porque ocurre una sociedad nacional que cambia de modo acelerado, tanto en sus relaciones sociales como en sus prácticas culturales.

La identidad nacional no se presenta hoy tan firme y acabada como supone el discurso. Hay fisuras, inconsistencias, contradicciones y desigualdades, cuya fuerza centrífuga muestra el error de fondo del proyecto homogenizante: su pretensión de sustituir las ricas y variadas culturas reales por otra necesariamente artificial y acartonada, que se postula como superior y englobante de las demás.

3.4.2        El Estado y la cultura.

El Estado, surgido de la Revolución, para la década de los años veinte quiere equilibrar el peso de una cultura nacional, determinando lo cultural cínicamente por las necesidades y los alcances de su elite. Para ello alentara una cultura popular, como aquella presencia que confiere pertenencia a todos a su proyecto de nación. Esta elite articula una concepción estatal donde: la revolución no vera la irrupción de las masas en la historia, sino el advenimiento paulatino de la civilización en el seno de las masas.

Muralismo y literatura mostraran del humanismo el ideal colectivo, que nos señala lo que aún nos falta para alcanzar a la civilización occidental; el Estado monopolizara el sentimiento histórico. Los empresarios toman en sus manos la radio, el cine, las historietas, la mayor parte de la prensa; harán del melodrama, el humor prefabricado, el sentimentalismo mexicano: el Estado lo aprobara como parte de su proyecto. El Estado que esa clase controla conserva la ideología nacionalista, porque sigue siendo el puente entre las masas y sobre todo porque ahora ya la burguesía no puede crear o inventar una ideología nacional diferente: los rasgos formales de su identidad están atados al usufructo de la que se formó en la revolución: es el Estado mismo.

El Estado postrevolucionario concentra la legitimidad de la cultura nacional, repartirá homenajes, patrocinará un teatro nacional, impulsará la formación universitaria bajo esta rúbrica nacionalista que afianza desde la educación básica. Pero el “alma de los niños” es asunto de la iniciativa privada, mientras el Estado carece de ofertas para el tiempo libre; lo nacional es sucesión de obligaciones más la entrada libre a algunos festejos. Por eso lo nacional se traslada en gran medida de la política a la industria cultural y allí se mantiene cosificado, deformado será para los años posteriores al avilacamachismo como un mecanismo infalible del que se partirá, reproducirá y tendrá fin en un enunciado doctrinal fundamental: la “unidad antes todo”.

Los elementos ideológicos del aparato estatal, elementos que así perfeccionen, estabilicen o deterioren en el amplio periodo 1917 – 1975, siguen desembocando sustancialmente en lo mismo: el progreso como justificación y sentido último de México. El Estado contempla el progreso en relación con los otros países latinoamericanos y en relación con nuestra propia historia – más no con la de los países altamente desarrollados -, de donde la conclusión es que vivimos el menor de los males gracias a que nuestro progreso se origina en una auténtica revolución. La urgencia de seguir creyendo en el progreso lo determina todo, incluso la conciencia azarosa de vivir en un país experimental donde las tradiciones por excelencia son la improvisación continua y el rechazo de la tradición.

El Estado en su afán de progreso, oculta o pospone la lucha de clases en beneficio de una sociedad fantástica enmarcada por un concepto que es solución de continuidad; la “Unidad Nacional”, todos ricos o pobres, solos lo mismo: mexicanos. Paulatinamente la burguesía, la elite, abdica de su pasado, aunque el Estado no pueda y no quiera secundar por entero su proposición; la ideología nacionalista, ya entrados los años setenta, devendrá en obstáculo económico.

La industria cultural buscara desorganizar a las masas, impedir a los trabajadores reconocerse en una identidad propia, atomizar sus voluntades, desintegrar sus seguridades, mantener sus conciencias en una fase infantil: en una fase de dependencia entre la ideología estatal e industrial, la cultura converge en un único vértice: evitar, postergar, diluir todo lo que tienda a la organización independiente, autónoma y sin tutelas de los trabajadores y de las masas.

La función de la “cultura de la Revolución Mexicana” ha sido, la más de las veces, ir legitimando el régimen en turno aportando una atmósfera flexible y adaptable a las diversas circunstancias políticas, capaz de ir de la consigna monolítica “no hay más ruta que la nuestra” el mecenazgo simultaneo de corrientes opuestas. México pertenece incondicionalmente a la cultura occidental, a cuyo banquete llego tarde, pero con entusiasmo. El uso político de esta “cultura de la Revolución Mexicana” ha invalidado cualquier examen critico de la tradición (por el contrario, ha estimado que la tradición es acumulación acrítica) y ha conducido al manejo superficial e incrédulo de las practicas nacionalistas… el nacionalismo cultural ha desembocado en un rechazo político de la cultura de las metrópolis y sus variantes locales, sino en la arrogante petición de reconocimiento de existencia.

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