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jueves, 2 de abril de 2020

¿Cuál es el método de la ciencia?


1.    La ciencia, conocimiento verificable.

En la deliciosa biografía del Dante, Boccaccio[1] expuso su opinión – que no viene al caso – acerca del origen de la palabra “poesía” concluyendo con este comentario: “otros lo atribuyen a razones diferentes, acaso aceptables; pero está me gusta más”. El novelista aplicaba, al conocimiento acerca de la poesía y de su nombre el mismo criterio que podría apreciarse para apreciar la poesía misma: el gusto. Confundía así valores situados en niveles diferentes: el estético, perteneciente a la esfera de la sensibilidad, y el gnoseológico, que no obstante estar enraizado en la sensibilidad está enriquecido con una cualidad emergente: la razón.
Semejante confusión no es exclusiva de poetas: incluso Hume, en una obra célebre por su crítica mortífera de varios dogmas tradicionales escogió el gusto como criterio de verdad. En su Treatise of Human Nature (1739) puede leerse[2]: “no es sólo en poesía y en música que debemos seguir nuestro gusto, sino también en la filosofía (que en aquella época incluía también a la ciencia). Cuando estoy convencido de algún principio, no es sino una idea que me golpea (strikes) con mayor fuerza. Cuando prefiero un conjunto de argumentos por sobre otros, no hago sino decidir, sobre la base de mi sentimiento, acerca de la superioridad de su influencia”. El subjetivismo era así la playa en que desembarca la teoría psicologista de las “ideas” inaugurada por el empirismo de Locke.
El recurso al gusto no era, por supuesto, peor que el argumento de autoridad, criterio de verdad que ha mantenido enjaulado al pensamiento durante tanto tiempo y con tanta eficacia. Desgraciadamente, la mayoría de la gente, y hasta la mayoría de los filósofos, aún creen – y obran como si creyeran – que la manera correcta de decir el valor de la verdad de un enunciado es someterlo a la prueba de algún texto: es decir verificar si es compatible con (o deducible de) frases más o menos célebres tenidas por verdades eternas, o sea, principios infalibles de alguna escuela de pensamiento. En efecto, son demasiados los argumentos filosóficos que se ajustan al siguiente molde: “X está equivocado, porque lo que dice contradice lo que escribió el maestro Y”, o bien “el X-ismo es falso porque sus tesis son incompatibles con las proposiciones fundamentales del Y-ismo”. Los dogmáticos – antiguos y modernos fuera y dentro de la profesión científica, maliciosos o no – obran de esta manera aun cuando no desean convalidar creencias que simplemente no pueden comprobarse, sea dentro de la profesión científica, maliciosos o no – obran de esta manera aun cuando no desean convalidar creencias que simplemente no pueden comprobarse, sea empíricamente, sea racionalmente. Porque “dogma” es, por definición, toda opinión no confirmada de la que no se exige verificación porque se la supone verdadera y, más aún, se la supone fuente de verdades ordinarias.
Otro criterio de verdad igualmente difundido ha sido la evidencia. Según está opinión, verdadero es aquello que parece aceptable a primera vista, sin examen ulterior: aquello, en suma, que se intuye. Así, Aristóteles[3] afirmaba que la intuición “aprende las premisas primarias” de todo discurso, y es por ello “la fuente que origina el conocimiento científico”. No solo Bergson, Husserl y muchos otros intuicionistas e irracionalistas han compartido la opinión de que las esencias pueden cogerse sin más: también el racionalismo ingenuo, tal como el que sostenía Descartes, afirma que hay principios evidentes que, lejos de tener que someterse a prueba alguna, son la piedra de toque de toda proposición, sea formal o fáctica.
Finalmente, otros han favorecido las “verdades vitales” (o las “mentiras vitales”, esto es, las afirmaciones que se creen no por conveniencia, independientemente de su fundamento racional y/o empírico. Es el caso de Nietzsche y los pragmatistas posteriores, todos los cuales han exagerado el indudable valor instrumental del conocimiento fáctico, al punto de afirmar que “la posesión de la verdad, lejos de ser (…) un fin en sí, es solo un medio preliminar para alcanzar otras satisfacciones vitales”[4], de dónde “verdadero” es sinónimo de “útil”.
Pregúntese a un científico si cree que tiene derecho a suscribir una información en el campo de las ciencias tan solo porque le guste, o porque la considere un dogma inexpugnable o porque a él le parezca evidente, o porque la encuentre conveniente. Probablemente conteste más o menos así: ninguno de esos presuntos criterios de verdad garantiza la objetividad, y el conocimiento objetivo es la finalidad de la investigación científica. Lo que se acepta solo por gusto o por autoridad, o por parecer evidente (habitual) o por conveniencia, no es sino creencia u opinión, pero no es conocimiento científico. El conocimiento científico es a veces desagradable, a menudo contradice a los clásicos (sobre todo si es nuevo), en ocasiones tortura al sentido común y humilla a la intuición; por último, puede ser conveniente para algunos y no para otros. En cambio, aquello que caracteriza al conocimiento científico es su verificabilidad: siempre es susceptible de verificarse (confirmado o disconfirmado).

2.    Veracidad y verificabilidad.

Obsérvese que no pretendemos que el conocimiento científico, por contraste con el ordinario, el tecnológico o el filosófico, sea verdadero. Ciertamente lo es con frecuencia, y siempre intenta serlo más y más. Pero la veracidad, que es un objetivo, no caracteriza el conocimiento científico de manera tan inequívoca como el medo, medio o método por el cual la investigación científica plantea problemas y pone a prueba las soluciones propuestas.
En ocasiones, puede alcanzarse una verdad con solo consultar un texto. Los propios científicos recurren a menudo a un argumento de autoridad atenuada: lo hacen siempre que emplean datos (empíricos o formales) obtenidos por otros investigadores – cosa que no pueden dejar de hacer, pues la ciencia moderna es, cada vez más, una empresa social –. Pero por grande que sea la autoridad que se atribuye a una fuente, jamás se la considera infalible: si se aceptan sus datos, es solo provisionalmente y porque se presume que han sido obtenidos con procedimientos que concuerdan con el método científico, de manera que son reproducibles por quienquiera que se disponga a aplicar tales procedimientos. En otras palabras: un dato se considerará verdadero hasta cierto punto, siempre que pueda confirmarse de manera compatible con los cánones del método científico.
En consecuencia, para que un trozo de saber merezca llamarse “científico”, no basta – ni siquiera es necesario – que sea verdadero. Debemos saber, en cambio, como hemos llegado a saber, o a presumir, que el enunciado en cuestión es verdadero: debemos ser capaces de enumerar las operaciones (empíricas o racionales) por las cuales es verificable (confirmable o disconfirmable) de una manera objetiva al menos en principio. Está no es sino una cuestión de nombres: quienes no deseen que se exija la verificabilidad del conocimiento deben de abstraerse de llama “científicas” a sus propias creencias, aun cuando lleven bonitos nombre con raíces griegas.  Se les invita cortésmente a bautizarlas con nombre más impresionantes, tales como “reveladas, evidentes, absolutas, vitales, necesarias para la salud del Estado, indispensables para la victoria del partido, etc.”
Ahora bien, para verificar un enunciado - porque las proposiciones, y no los hechos, son verdaderas y falsas y pueden, por consiguiente, verificarse – no basta la contemplación y ni siquiera el análisis. Comprobamos nuestras afirmaciones confrontándolas con otros enunciados. El enunciado confirmatorio (o disconfirmatorio), que puede llamarse el verificans, dependerá del conocimiento disponible y de la naturaleza de la proposición dada, la que puede llamarse verificandum. Los enunciados confirmatorios serán enunciados referentes a la experiencia si lo que se somete a prueba es una afirmación fáctica, esto es, un enunciado acerca de hechos, sean experimentados o no. Observemos, de pasada, que el científico tiene todo el derecho de especular acerca de hechos inexperienciales, esto es, hechos que en una etapa del desarrollo del conocimiento están más allá del alcance de la experiencia humana; pero entonces está obligado a señalar las experiencias que permiten inferir tales hechos inobservados o aún inobservables; vale decir tiene la obligación de anclar sus enunciados fácticos en experiencias conectadas de alguna manera con los hechos transempíricos que supone. Baste recordar la historia de unos pocos inobservables distinguidos: la otra cara de la Luna, las ondas luminosas, los átomos, la conciencia, la lucha de clases y la opinión pública.
En cambio, si lo que se ha verificado no es una proposición referente al mundo exterior sino un enunciado respecto al comportamiento de signos (tal como por ej. 2+3=5), entonces los enunciados confirmatorios serán definiciones, axiomas, y reglas que se adoptan por una por una razón cualquiera (p. ej., porque son fecundas en la organización de los conceptos disponibles y en la elaboración de nuevos conceptos). En efecto, la verificación de afirmaciones pertenecientes al dominio de las formas (lógica y matemática) no requiere otro instrumento material que el cerebro; solo la verdad fáctica – como en el caso de “la Tierra es redonda” – requiere la observación o el experimento.
Resumiendo: la verificación de enunciados formales solo incluye operaciones racionales, en tanto que las proposiciones que comunican información acerca de la naturaleza o de la sociedad han de ponerse a prueba por ciertos procedimientos empíricos tales como el recuento o la medición. Pues, aunque el conocimiento de los hechos no proviene de la experiencia pura – por ser la teoría un componente indispensable de la recolección de información fácticas – no hay otra manera de verificar nuestras sospechas que recurrir a la experiencia, tanto “pasiva” como activa.

3.    Las proposiciones generales verificables: hipótesis científicas.

La descripción que antecede satisfará, probablemente, a cualquier científico contemporáneo que reflexiones sobre su propia actividad. Pero no resolverá la cuestión para el metacientífico o epistemólogo, para quien los procedimientos, las normas y a veces hasta los resultados de la ciencia son otros tantos problemas. En efecto, el metacientífico no puede dejar de preguntarse cuales son las afirmaciones verificables, como se llega a afirmarlas, como se las comprueba, y en qué condiciones puede decirse que se han confirmado. Tratemos de esbozar una respuesta a estas preguntas.
En primer lugar, si hemos de tratar el problema de la verificación, debemos averiguar qué se puede verificar, ya que no toda afirmación – ni siquiera toda afirmación significativa – es verificable. Así, por ejemplo, las definiciones nominales – tales como “América es el continente situado al oeste de Europa” – se aceptan o rechazan sobre la base del gusto, de la conveniencia, etc., pero no pueden verificarse, y por ello simplemente porque no son verdaderas ni falsas. Por ejemplo, si convenimos en llamar “norte-sur” a la dirección que toma normalmente la aguja de una brújula, semejante nombre puede gustarnos o no, pero es inverificable: no es sino un nombre, no se funda sobre elemento de prueba alguno y ninguna operación podría confirmarlo o disconfirmarlo. En cambio, lo que puede confirmarse o disconfirmarse es una afirmación fáctica que contenga a este término tal como “la 5ª Avenida corre de sur a norte”. La verificación de esa afirmación es posible, y puede hacerse con la ayuda de una brújula.
No solo las definiciones nominales sino también las afirmaciones acerca de fenómenos sobrenaturales son inverificables, puesto que por definición trascienden todo cuanto está a nuestro alcance, y no se las puede poner a prueba con ayuda de la lógica ni de la matemática. Las afirmaciones acerca de la sobrenaturaleza son inverificables no porque no se refieran a hechos – pues a veces pretenden hacerlo – sino porque no se dispone de método alguno perfectamente significativas para quien se tome el trabajo de ubicarlas en su contexto sin pretender reducirlas, por ejemplo, a conceptos científicos. La verificación torna más exacto el significado, pero no produce significado alguno. Más bien al contrario, la posesión de un significado determinado es una condición necesaria para que una proposición sea verificable. Pues, ¿Cómo habríamos de disponernos a comprobar lo que no entendemos?
Ahora bien, los enunciados verificables son de muchas clases. Hay proposiciones singulares tales como “este trozo de hierro está caliente”; particulares o existenciales, tales como “algunos trozos de hierro están calientes” (que es verificablemente falsa). Hay, además enunciados de leyes, tales como “todos los metales se dilatan con el calor” (o mejor, “para todo x, si x es un trozo de metal que se calienta, entonces X se dilata”). Las proposiciones singulares y particulares pueden verificarse a menudo de manera inmediata, con la sola ayuda de los sentidos o eventualmente, con el auxilio de instrumentos que amplíen su alcance; pero otras veces exigen operaciones complejas que implican enunciados de leyes y cálculos matemáticos, como es el caso de “la distancia media entre la Tierra y el Sol es de unos 1,500 millones de kilómetros”.
Cuando un enunciado verificable posee un grado de generalidad suficiente, habitualmente se lo llama hipótesis científica. O, lo que es equivalente. Cuando una proposición general (particular o universal) puede verificarse sólo de manera indirecta – esto es, por el examen de algunas de sus consecuencias – es conveniente llamarla “hipótesis científica”. Por ejemplo, “todos los trozos de hierro se dilatan con el calor”, y a fortiori, “todos los metales se dilatan con el calor”, son hipótesis científicas: son puntos de partida de raciocinios y, por ser generales, sólo pueden confirmarse poniendo a prueba sus consecuencias particulares, esto es, probando enunciados referentes a muestras específicas de metal.
Solía creerse que el discurso científico no incluye elementos hipotéticos sino tan sólo hechos, y, sobre todo, lo que en inglés se denominan hard facts. Ahora se comprende que el núcleo de toda teoría científica es un conjunto de hipótesis verificables. Las hipótesis científicas son, por una parte, remates de cadenas inferenciales no demostrativas (analógicas o inductivas) más o menos oscuras; por otra parte, son puntos de partida de cadenas deductivas cuyos últimos eslabones – los más próximos a los sentidos, en el caso de la ciencia fáctica – deben pasar la prueba de la experiencia.
Más aún: habitualmente se concuerda en que debería llamarse “hipótesis” no sólo a las conjeturas de ensayo, sino también a las suposiciones razonablemente confirmadas o establecidas, pues probablemente no hay enunciados fácticos generales perfectos. La experiencia ha sugerido adoptar este sentido de la palabra “hipótesis”. Considérese, por ejemplo, la ley de Newton de la gravedad, que se ha confirmado en casi todos los casos con una precisión asombrosa. Tenemos dos razones para llamarla hipótesis: la primera es que ha pasado la prueba solo un número finito de veces; la segunda, es que hemos terminado por aprender que incluso ese célebre enunciado de ley es tan solo una primera aproximación de un enunciado más exacto incluido en la teoría general de la relatividad, que tampoco es probable que sea definitiva.

4.    El método científico ¿ars inveniendi?

Hemos convenido en que un enunciado fáctico general susceptible de verificarse puede llamarse hipótesis, lo que suena más respetable que corazonada, sospecha, conjetura, suposición o presunción, y es también más adecuado que estos términos, ya que la etimología de “hipótesis” es punto de partida, que ciertamente lo es una vez que se ha dado con ella. Abordemos ahora el segundo problema que nos propusimos, a saber: ¿existe una técnica infalible para inventar hipótesis científicas que sean probablemente verdaderas? En otras palabras: ¿existe un método, en el sentido cartesiano de conjunto de “reglas ciertas y fáciles” que nos conduzca a enunciar verdades fácticas de gran extensión?
Muchos hombres, en el curso de muchos siglos, han creído en la posibilidad de descubrir la técnica del descubrimiento, y de inventar la técnica de la invención. Fue fácil bautizar al niño no nacido, y se lo hizo con el nombre de ars inveniendi. Pero semejante arte jamás se inventó. Lo que, es más, podría argüirse que jamás se lo inventara, a menos que se modifique radicalmente la definición de “ciencia”; en efecto, el conocimiento científico por oposición a la sabiduría revelada es esencialmente falible, esto es, susceptible de ser parcial o aun totalmente refutado. La falibilidad del conocimiento científico, y, por consiguiente, la imposibilidad de establecer reglas de oro que nos conduzcan derechamente a verdades finales no es sino el complemento de aquella verificabilidad que habíamos encontrado en el núcleo de la ciencia.
Vale decir, no hay reglas infalibles que garanticen por anticipado el descubrimiento de nuevos hechos y la invención de nuevas teorías, asegurando así la fecundidad de la investigación científica: la certidumbre debe buscarse tan solo en las ciencias formales. ¿Significa esto que la investigación científica es errática e ilegal, y por consiguiente que los científicos lo esperan todo de la intuición o de la iluminación? Ta es la moraleja que algunos científicos y filósofos eminentes han extraído de la inexistencia de leyes que nos aseguren contra la infertilidad y el error. Por ejemplo. Bridgman – el expositor del operacionismo – ha negado la existencia del método científico, sosteniendo que “la ciencia es lo que hacen los científicos, y hay tantos métodos científicos como hombres de ciencia”[5].
Es verdad que en ciencia no hay caminos reales; que la investigación se abre camino en la selva de los hechos y que los científicos sobresalientes elaboran su propio estilo de pesquisa. Sin embargo, esto no debe hacernos desesperar de la posibilidad de descubrir pautas, normalmente satisfactorias de plantear problemas y poner a prueba hipótesis. Los científicos que van en pos de la verdad no se comportan ni como soldados que cumplen obedientemente las reglas de la ordenanza (opiniones de Bacon y Descartes, ni como los caballeros de Mark Twain, que cabalgaban en cualquier dirección para llegar a Tierra Santa (opinión de Bridgman). No hay avenidas hechas en ciencia, pero hay en cambio una brújula mediante la cual a menudo es posible estimar si se está sobre una huella promisoria. Esta brújula es el método científico, que no produce automáticamente el saber, pero que nos evita perdernos en el caos aparente de los fenómenos, aunque solo sea porque nos indica cómo perdernos en el caos aparente de los fenómenos, aunque solo sea porque nos indica cómo no plantear los problemas y cómo no sucumbir al embrujo de nuestros prejuicios predilectos. La investigación no es errática sino metódica; solo que no hay una sola manera de sugerir hipótesis, sino muchas maneras: las hipótesis no se nos imponen por la fuerza de los hechos, sino que son inventadas para dar cuenta de los hechos. Es verdad que la invención no es ilegal, sino que sigue ciertas pautas; pero estas son psicológicas antes que lógicas, son peculiares de los diversos tipos intelectuales, y por añadidura, los conocemos poco, porque apenas se los investiga. Hay, ciertamente, reglas que facilitan la invención científica, y en especial la formulación de hipótesis; entre ellas figuran las siguientes: el sistemático reordenamiento de los datos, la supresión imaginaria de factores con el fin de descubrir las variables relevantes, el obstinado cambio de representación en busca de analogías fructíferas. Sin embargo, las reglas que favorecen o entorpecen el trabajo científico no son de oro sino plásticas; más aún, el investigador rara vez tiene conciencia del camino que ha tomado para formular sus hipótesis. Por esto la investigación científica puede planearse en líneas generales y no en detalle, y aún menos puede regimentarse.
Algunas hipótesis se formulan por vía inductiva, esto es, como generalizaciones sobre la base de la observación de un puñado de casos particulares. Pero la inducción dista de ser la única o siquiera la principal de las vías que conducen a formular enunciados generales verificables.
Otras veces, el científico opera por analogía; por ejemplo, la teoría ondulatoria de la luz le fue sugerida a Huygens (1690) por una comparación con las olas[6]. En algunos casos el principio heurístico es una analogía matemática; así, por ejemplo, Maxwell (1873) predijo la existencia de ondas electromagnéticas sobre la base de una analogía formal entre sus ecuaciones del campo y la conocida ecuación de las ondas elásticas[7]. Ocasionalmente, el investigador es guiado por consideraciones filosóficas; así fue como procedió Oersted (1820); busco deliberadamente una conexión entre la electricidad y el magnetismo, obrando sobre la base de la convicción a priori de que la estructura de todo cuanto existe es polar, y que todas las “fuerzas” de la naturaleza están conectadas orgánicamente entre sí[8]. La convicción filosófica de que la complejidad de la naturaleza es ilimitada le llevo a Bohm a especular sobre un nivel subcuántico, fundándose en una analogía con el movimiento browniano clásico[9]. Ni siquiera la fantasía teológica ha dejado de contribuir, aunque por cierto en mínima medida; recuérdese el principio de la mínima acción de Maupertuis (1747), formulado en la creencia de que el Creador lo había dispuesto todo de la manera más económica posible.
A las hipótesis científicas se llega, en suma, de muchas maneras: hay muchos principios heurísticos, y la única invariante es el registro de verificabilidad. La inducción, la analogía y la deducción de suposiciones extracientíficas (ej. filosóficas) proveen puntos de partida que deben ser elaborados y probados.

5.    El método científico, técnica de planteo y comprobación.

Los especialistas científicos habitualmente no se interesan por el problema de la génesis de las hipótesis científicas; está cuestión es de competencia de las diversas ciencias de la ciencia. El proceso que conduce a la enunciación de una hipótesis científica puede estudiarse en diversos niveles; el lógico, el psicológico y el sociológico. El lógico se interesará por la inferencia plausible como conexión inversa (no deductiva) entre proposiciones singulares y generales. El psicológico investigará la etapa de la “iluminación” o relámpago en el proceso de resolución de los problemas, etapa en que se produce la síntesis de elementos anteriormente inconexos; también se propondrá estudiar fenómenos tales como los estímulos e inhibiciones que caracterizan al trabajo en equipo. El sociológico inquirirá porque determinada estructura social favorece ciertas clases de hipótesis mientras desalienta a otras.
El metodólogo, en cambio no se ocupará de las génesis de las hipótesis, sino del planteo de los problemas que las hipótesis intentan resolver y de su comprobación. El origen del nexo entre el planteo y la comprobación – esto es, el surgimiento de la hipótesis – se lo deja a otros especialistas. El motivo es, nuevamente, una cuestión de nombres: lo que hoy se llama “método científico” no es ya una lista de recetas para dar con las respuestas correctas de las preguntas científicas, sino el conjunto de procedimientos por los cuales:
a)   Se plantean los problemas científicos.
b)   Se ponen a prueba las hipótesis científicas.
El estudio del método científico es, en una palabra, la teoría de la investigación. Está teoría es descriptiva en la medida en que descubre pautas en la investigación científica (y aquí interviene la historia de la ciencia, como proveedora de ejemplos). La metodología es normativa en la medida en que muestra cuales son las reglas de procedimiento que pueden aumentar la probabilidad de que el trabajo sea fecundo. Pero las reglas discernibles en la práctica científica exitosa son perfectibles, no son cánones intocables, porque no garantizan la obtención de la verdad; pero, en cambio, facilitan la detección de errores.
Si la hipótesis que ha de ponerse a prueba se refiere a objetos ideales (números, funciones, figuras, fórmulas lógicas, suposiciones filosóficas, etc.), su verificación consistirá en la prueba de su coherencia – o incoherencia – con enunciados (postulados, definiciones, etc.) previamente aceptados. En este caso, la confirmación puede ser una demostración definitiva. En cambio, si el enunciado en cuestión se refiere (de manera significativa) a la naturaleza o a la sociedad, puede ocurrir, o bien que podamos averiguar su valor de verdad con la sola ayuda de la razón, o que debemos recurrir, además a la experiencia.
El análisis lógico basta cuando el enunciado que se pone a prueba es de alguno de los siguientes tipos:
a)   Una simple tautología, o sea, un enunciado verdadero en virtud de su sola forma, independientemente de su contenido (como el caso de “El agua moja o no moja”).
b)   Una definición, o equivalencia entre dos grupos de términos (como en el caso de “Los seres vivos se alimentan, crecen y se reproducen)
c)   Una consecuencia de enunciados fácticos que poseen una extensión o alcance mayor (como ocurre cuando se deduce el principio de la palanca de la ley de conservación de la energía). Vale decir, el análisis lógico y matemático comprobará la validez de los enunciados (hipótesis) que son analíticos en determinado contexto. Muchos enunciados no son intrínsecamente analíticos: su analiticidad es relativa o contextual, como lo demuestra el hecho de que esta propiedad puede perderse, si se estrecha o amplia el contexto, o si se reagrupan los enunciados de la teoría correspondiente, de manera tal que los antiguos teoremas se conviertan en postulados y viceversa.
Vale decir, la mera referencia a los hechos no basta para decidir qué herramienta, si el análisis o la experiencia, ha de emplearse. Para convalidar una proposición hay que empezar por determinar su estatus y estructura lógica. En consecuencia, el análisis lógico (tanto sintáctico como semántico) es la primera operación que debería emprenderse al comprobar las hipótesis científicas, sean fácticas o no. está norma debería considerarse como una regla del método científico.
Los enunciados fácticos no analíticos – esto es, las proposiciones referentes a hechos, pero indecibles con la sola ayuda de la lógica – tendrán que concordar con los datos empíricos o adaptarse a ellos. Está norma, que distaba de ser obvia antes del siglo XVIII, y que contradice tanto el apriorismo escolástico como el racionalismo cartesiano, es la segunda regla del método científico. Podemos enunciarla de la siguiente manera: el método científico aplicado a la comprobación de afirmaciones informativas se reduce al método experimental.

6.    El método experimental.

La experimentación involucra la modificación deliberada de algunos factores, es decir, la sujeción del objeto de experimentación a estímulos controlados. Pero lo que habitualmente se llama “método experimental” no envuelve necesariamente experimentos en el sentido estricto del término, y puede aplicarse fuera del laboratorio. Así, por ejemplo, la astronomía no experimenta con cuerpos celestes (por el momento) pero es una ciencia empírica porque aplica el método experimental. En lugar de elaborar una definición del término, veamos cómo funcionó en un caso famoso tan conocido que casi siempre se lo entiende mal.
Adams y Le Verrier descubrieron el planeta Neptuno procediendo de una manera que es típica de la ciencia moderna. Sin embargo, no ejecutaron un solo experimento; ni siquiera partieron de “hechos sólidos”. En efecto, el problema que se plantearon fue el de explicar ciertas irregularidades halladas en el movimiento de los planetas exteriores (a la Tierra); pero esas irregularidades no eran fenómenos observables: consistían en discrepancias entre las órbitas observadas y las calculadas. El hecho que debía explicar no era un conjunto de datos de los sentidos, sino un conflicto entre datos empíricos y consecuencias deducidas de los principios de la mecánica celeste.
La hipótesis que propusieron para explicar la discrepancia fue que un planeta transuraniano inobservado perturbaba el movimiento de los planetas exteriores entonces conocidos. También podrían haber imaginado que la ley de Newton de la gravitación falla a grandes distancias, pero esto era apenas concebible en una época en que la Weltanschauung prevaleciente entre los científicos incluía una fe dogmática en la física newtoniana. De esta hipótesis, unida a los principios aceptados de la mecánica celeste y ciertas suposiciones específicas (referentes, entre otras, al plano de la órbita), Adams y Le Verrier dedujeron consecuencias observables con la sola ayuda de la lógica y la matemática: predijeron el lugar en que se encontraba el “nuevo” planeta en tal y cual noche. La observación del cielo y el descubrimiento no fueron sino el último eslabón de un largo proceso por el cual se probaron conjuntamente varias hipótesis.
No es fácil decidir si una hipótesis concuerda con los hechos. En primer lugar, la verificación empírica rara vez puede determinar cuál de los componentes de una teoría dada se ha confirmado o disconfirmado; habitualmente se prueban sistemas de proposiciones antes que enunciados aislados. Pero la principal dificultad proviene de la generalidad de las hipótesis científicas. La hipótesis de Adams y Le Verrier era general, aun cuando ello no es aparente a primera vista: tácitamente habían supuesto que el planeta existía en todo momento dentro de un largo lapso; y comprobaron la hipótesis tan solo para unos poco breves intervalos de tiempo. En cambio, las proposiciones fácticas singulares no son tan difíciles de probar. Así, por ejemplo, no es fácil comprobar si “El Sr. Pérez, que es obeso, es cardiaco”; bastan una balanza y un estetoscopio. Lo difícil de comprobar son las proposiciones fácticas generales, esto es, los enunciados referentes a clases de hechos y no a hechos singulares. La razón es sencilla: no hay hechos generales, sino tan solo hechos singulares; por consiguiente, la frase “adecuación de las ideas a los hechos” está fuera de la cuestión en lo que respecta a las hipótesis científicas.
Supongamos que se sugiere la hipótesis “los obesos son cardíacos”, sea por la observación de cierto número de correlaciones entre la obesidad y las enfermedades del corazón (esto es, por inducción estadística), sea sobre la base del estudio de la función del corazón en la circulación (esto es por deducción). El enunciado general “los obesos son cardíacos” no se refiere solamente a nuestros conocidos, sino a todos los gordos del mundo; por consiguiente, no podemos esperar verificarlo directamente (esto es, por el examen de un inexistente “gordo general”) ni exhaustivamente (auscultando a todos los seres humanos presentes, pasados y futuros). La metodología nos dice cómo debemos proceder; en este caso, examinaremos sucesivamente los miembros de una muestra suficientemente numerosa de personas obesas. Vale decir, probamos una consecuencia particular de nuestra suposición general. Está es una tercera máxima del método científico: obsérvese singulares en busca de elementos de prueba universales.
Hasta aquí todo parece sencillo; pero los problemas relacionados con la prueba real distan de ser triviales, y algunos de ellos no se han resuelto satisfactoriamente. Debemos recurrir a las técnicas del planteo de problemas de este tipo, es decir, a las técnicas de diseño de los procedimientos empíricos adecuados. Está técnica nos aconseja a comenzar por decidir lo que hemos de entender por “obeso” y por “cardiaco”, lo que no es en modo alguno tarea sencilla, ya que el umbral de la obesidad es en gran medida convencional. O sea, debemos empezar por determinar el exacto sentido de nuestra pregunta. Y está es una cuarta regla del método científico, a saber: formúlese preguntas precisas.
Luego procederemos a elegir la técnica experimental (clase de balanza, tipo de examen de corazón, etc.) y la manera de registrar datos y de ordenarlos. Además, debemos decidir el tamaño de la muestra que habremos de observar y la técnica de recoger sus miembros, con el fin de asegurar que será una fiel representante de la población. Solo una vez realizadas estas operaciones preliminares podremos visitar al Sr. Pérez y a los demás miembros de la muestra, con el fin de reunir datos. Y aquí se nos muestra una quinta regla del método científico: la recolección y el análisis de datos deben hacerse conforme a las reglas de la estadística.
Después de los datos se han reunido, clasificados y analizados, el equipo que tiene a su cargo la investigación podrá realizar una inferencia estadística concluyendo que “el N% de los obesos son cardíacos”. Más aún, habrá de estimar el error probable de esta afirmación. Obsérvese que la hipótesis que había motivado nuestra investigación era un enunciado universal de la forma “para todo x, si x es F, entonces x es G”. por otro lado, el resultado de la investigación es un enunciado estadístico, a saber: “de la clase de las personas obesas, una subclase que llega a su N/100ava parte está compuesta por cardiacos”. Esto es, nuestra hipótesis de trabajo se ha corregido. ¿Debemos contentarnos con esta respuesta? Nos gustaría formular otras preguntas: deseamos entender la ley que hemos hallado, nos gustaría deducir de las leyes de la fisiología humana. Y aquí se aplica una sexta regla del método científico, a saber: no existen respuestas definitivas, ello simplemente porque no existen preguntas finales.

7.    Métodos teóricos.

Toda ciencia fáctica especial elabora sus propias técnicas de verificación; entre ellas, las técnicas de medición son típicas de la ciencia moderna. Pero en todos los casos estas técnicas, por diferentes que sean, no constituyen fines en sí mismo; todas ellas sirven para contrastar ciertas ideas con ciertos hechos por la vía de la experiencia. O, si se prefiere, el objetivo de las técnicas de verificación es probar enunciados referentes a hechos por vía del examen de proposiciones referentes a la experiencia (y en particular, al experimento). Este es el motivo por el cual los experimentadores no tienen por qué construir cada uno de sus aparatos e instrumentos, pero deben en cambio diseñarlos y/o usarlos a fin de poner a prueba ciertas afirmaciones. Las técnicas especiales, por importantes que sean, no son sino etapas de la aplicación del método experimental, que no es otra cosa que el método científico en relación con la ciencia fáctica, y la ciencia, por fáctica que sea no es un montón de hechos sino un sistema de ideas.
En el párrafo anterior ejemplificamos el método experimental analizando el proceso de verificación que requeriría el enunciado “los obesos son cardíacos”; encontramos que está hipótesis requería una precisión cuantitativa y después de una investigación imaginaria adoptamos, en su lugar, cierta generalización empírica del tipo de los enunciados estadísticos. Ahora bien: las generalizaciones empíricas tan caras a Aristóteles y a Bacon, y aun cuando se las formule en términos estadísticos, no son distintivas de la ciencia moderna. El tipo de hipótesis característico de la ciencia moderna no es el de los enunciados descriptivos aislado cuya función principal es resumir experiencias. Lo peculiar de la ciencia moderna es que consiste en su mayor parte en teorías explicativas, es decir, en sistemas de proposiciones que pueden clasificarse en: principio, leyes, definiciones, etc., y que están vinculadas entre si mediante conectivas lógicas (tales como “y, o, si… entonces”, etc.)
Las teorías dan cuenta de los hechos no solo describiendolos de manera más o menos exacta, sino también proveyendo modelos conceptuales de los hechos, en cuyos términos puede explicarse y predecirse, al menos en principio. Cada uno de los hechos de una clase. Las posibilidades de una hipótesis científica no se advierten por entero antes de incorporarlas en una teoría; y es solo entonces cuando puede encontrarle varios soportes. Al sumergirse en una teoría, el enunciado dado es apoyado – o aplastado – por toda la masa del saber disponible; permaneciendo aislado es difícil de confirmar y de refutar y, sobre todo, sigue sin entenderse.
La conversión de las generalizaciones empíricas en leyes teóricas envuelve trascender la esfera de los fenómenos y el lenguaje observacional: ya no se trata de hacer afirmaciones acerca de hechos observables, sino de adivinar su “mecanismo” interno (el que, desde luego no tiene por qué ser mecánico). Supóngase que un psicólogo desea estudiar las correlaciones entre cierto estímulo observable S y cierta conducta observable R, que – a modo de ensayo – considera como la respuesta al estímulo dado. Si, después de una sucesión de experimentos, llegara a confirmar su hipótesis de trabajo y desea trascender las fronteras de la psicología fenomenista, intentaría elaborar, digamos, un modelo neurológico que explicara el nexo S-R en términos fisiológicos. No es tarea fácil: el psicólogo tiene que inventar diversas hipótesis acerca de otros tantos canales nerviosos posibles que conecten con los hechos observables extremos, S y R. Análogamente, los físicos atómicos imaginan diversos mecanismos ocultos que conectan los fenómenos macroscópicos con su soporte microscópico.
Pero nuestro psicólogo no anduviera del todo a tientas: podrá probar si su conexión concuerda con algunos de los esquemas pavlovianos de los reflejos, o con cualquier otro mecanismo. Cada una de sus hipótesis – sea que consistan en suponer que interviene un reflejo innato o condicionado – tendrá que especificar el aparato receptor, el nervio aferente, la estación central, el nervio eferente, el órgano receptor, etc. Más aún, sus varias hipótesis de trabajo tendrán que ser compatibles con el saber más firmemente establecido (aunque no inamovible) y tendrán que ponerse a prueba mediante técnicas especiales (excitación o destrucción de nervios, registro de impulsos nerviosos, etc.) Vale la pena emprender está difícil tarea: la eventual confirmación de una de las hipótesis puesta a prueba no solo explicara el nexo S-R dado, sino que también lo ubicara en su contexto: además, apoyara la hipótesis misma de que tal nexo no es accidental. Pues, aunque suena a paradoja, un enunciado fáctico es tanto más fidedigno cuanto mejor está apoyado por consideraciones teóricas.
Es importante advertir, en efecto, que la experiencia dista de ser el único juez de las teorías fácticas, o siquiera el último. Las teorías se contrastan con los hechos y con otras teorías. Por ejemplo, una de las pruebas de la generalización de una teoría dada es averiguar si la nueva teoría se reduce a la vieja dentro de un cierto dominio, de modo tal que cubra por lo menos el mismo grupo de hechos. Más aún, el grado de sustentación o apoyo de las teorías no es idéntico a su grado de confirmación. Las teorías no se constituyen ex nihilo, sino sobre ciertas bases: estas las sostienen antes y después de la prueba; la prueba misma, si tiene éxito, provee los apoyos restantes de la teoría y fija su grado de confirmación. Aun así, el grado de confirmación de una teoría no basta para determinar la probabilidad de esta.

8.    En que se apoya una hipótesis científica.

Una hipótesis de contenido fáctico no sólo es sostenida por la confirmación empírica de cierto número de sus consecuencias particulares (ej., predicciones). Las hipótesis científicas están incorporadas en teorías o tienden a incorporarse en ellas; y las teorías están relacionadas entre sí, constituyendo la totalidad de ellas la cultura intelectual. Por esto, no debería sorprender que las hipótesis científicas tengan soportes no solo científicos, sino también extra científicos: los primeros son empíricos y racionales, los últimos son psicológicos y culturales. Expliquemonos.
Cuanto más numerosos sean los hechos que confirman una hipótesis, cuanto mayor sea la precisión con que ella reconstruye los hechos, y cuanto más vastos sean los nuevos territorios que ayuda a explorar, tanto más firme será nuestra creencia en ella, esto es, tanto mayor será la probabilidad que le asignemos. Esto es, esquemáticamente dicho, lo que se entiende por el soporte empírico de las hipótesis fácticas. Pero la experiencia disponible no puede ser considerada como inapelable: en primer lugar, porque nuevas experiencias pueden mostrar la necesidad de un remiendo: un segundo término, porque la experiencia científica no es pura, sino interpretada y toda interpretación se hace en términos de teorías, motivo por el cual la primera reacción de los científicos experimentados ante informaciones sobre hechos que parecerían trastornar teorías establecidas es de escepticismo.
Cuanto más estrecho sea el acuerdo de las hipótesis en cuestión con el conocimiento disponible de mismo orden, tanto más firme es nuestra creencia en ella; semejante concordancia es particularmente valiosa cuando consiste en una compatibilidad con enunciados de leyes. Esto es lo que hemos designado con el nombre de soporte racional de las hipótesis fácticas. Este es, dicho sea de paso, el motivo por el cual la mayoría de los científicos desconfían de los informes acerca de la llamada percepción extrasensorial, porque los llamados fenómenos psi contradicen el cuerpo de hipótesis psicológicas y fisiológicas bien establecidas. En resumen, las teorías científicas deben adecuarse, sin duda, a los hechos, pero ningún hecho aislado es aceptado en la comunidad de los hechos controlados científicamente a menos que tenga cabida en alguna parte del edificio teórico establecido. Desde luego, el soporte racional no es garantía de verdad; si lo fuera, las teorías fácticas serian invulnerables a la experiencia. Los soportes empíricos y racionales de las hipótesis fácticas son interdependientes.
En cuanto a los soportes extracientíficos de las hipótesis científicas, uno de ellos es de carácter psicológico: influye sobre nuestra elección de las suposiciones y sobre el valor que le asignamos a su concordancia con los hechos. Por ejemplo, los sentimientos estéticos que provocan la simplicidad y la unidad lógica estimulan unas veces y otras obstaculizan la investigación sobre la validez de las teorías. Esto es lo que hemos denominado el soporte psicológico de las hipótesis fácticas; a menudo es oscuro, y no solo está vinculado a características personales, sino también sociales.
Lo que hemos llamado soporte cultural de las hipótesis fácticas consiste en su compatibilidad con alguna concepción del mundo, y en particular, con la Zeitgeist prevaleciente. Es obvio que tendemos a asignar mayor peso a aquellas hipótesis que congenian con nuestro fondo cultural y, en particular con nuestra visión del mundo, que aquellas hipótesis que lo contradicen. La función dual del soporte cultural de las conjeturas científicas se advierte con facilidad: por una parte, nos impulsa a poner atención en ciertas clases de hipótesis y hasta interviene en la sugerencia de estas; por otra parte, puede impedirnos apreciar otras posibilidades, por lo cual puede constituir un factor de obstinación dogmática. La única manera de minimizar este peligro es cobrar conciencia del hecho de que las hipótesis científicas no crecen en un vacío cultural.
Los soportes empíricos y racionales son objetivos, en el sentido de que en principio son susceptibles de ser sopesados y controlados conforme a patrones precisos y formulables. En cambio, los soportes extra científicos son, en gran medida, materia de preferencia individual, de grupo o de época; por consiguiente, no deberían ser decisivos en la etapa de comprobación, por prominentes que sean en la etapa heurística. Es importante que los científicos sean personas cultas, aunque solo sea para que adviertan la fuerte presión que ejercen los factores psicológicos y culturales sobre la formulación, elección, investigación y credibilidad de las hipótesis fácticas. La presión, para bien o para mal, es real y nos obliga a tomar partido por una u otra concepción del mundo; es mejor hacerlo conscientemente que inadvertidamente.
La enumeración anterior de los tipos de soportes de las hipótesis científicas no tenía otro propósito que mostrar que el método experimental no agota el proceso que conduce a la aceptación de una suposición fáctica. Este hecho podría invocarse en favor de la tesis de que la investigación científica es un arte.

9.    La ciencia: técnica y arte.

La investigación científica es legal, pero sus leyes – las reglas del método científico – no son pocas, ni simples, ni infalibles, ni bien conocidas: son, por el contrario, numerosas, complejas más o menos eficaces, y en parte desconocidas. El arte de formular preguntas y de probar respuestas – esto es, el método científico – es cualquier cosa menos un conjunto de recetas; y menos técnica todavía es la teoría del método científico. La moraleja es inmediata: desconfíese de toda descripción de la vida de la ciencia – y en primer lugar de la presente – pero no se descuide ninguna. La investigación es una empresa multilateral que requiere el más intenso ejercicio de cada una de las facultades psíquicas, y que exige un concurso de circunstancias sociales favorables; por este motivo, todo testimonio personal, perteneciente a cualquier periodo, y por parcial que sea, puede echar alguna luz sobre algún aspecto de la investigación.
A menudo se sostiene que la medicina y otras ciencias aplicadas son artes antes que ciencias, en el sentido de que no pueden reducirse a la simple aplicación de un conjunto de reglas que pueden formularse todas explícitamente y que pueden elegirse sin que medie el juicio personal. Sin embargo, en este sentido la física y la matemática también son artes: ¿Quién conoce recetas hechas y seguras para encontrar leyes de la naturaleza o para adivinar teoremas? Si “arte” significa una feliz conjunción de experiencia, destreza, imaginación, visión y habilidad para realizar inferencias del tipo no analítico, entonces no solo son artes la medicina, la pesquisa criminal, la estrategia militar, la política y la publicidad, sino también toda otra disciplina. Por consiguiente, no se trata de si un campo dado de la actividad humana es un arte, sino si, además es científico.
La ciencia es ciertamente comunicable; si un cuerpo de conocimiento no es comunicable, entonces por definición no es científico. Pero esto se refiere a los resultados de la investigación antes que a las maneras en que estos se obtienen; la comunicabilidad no implica que el método científico y las técnicas de las diversas ciencias especiales puedan aprenderse en los libros: los procedimientos de la investigación se dominan investigando, y los metacientíficos deberían por ello practicarlos antes de emprender su análisis. No se sabe de obra maestra alguna de la ciencia que haya sido engendrada por la aplicación consciente y escrupulosa de las reglas conocidas del método científico; la investigación científica es practicada en gran parte como un arte no tanto porque carezca de reglas cuanto porque exige una gran variedad de disposiciones intelectuales. Como toda otra experiencia, la investigación puede se4r comprendida por otros, pero no es íntegramente transferible; hay que pagar por ella el precio de un gran número de errores, y por cierto que al contado. Por consiguiente, los escritos sobre el método científico pueden iluminar el camino de la ciencia, pero no pueden exhibir toda su riqueza, y, sobre todo, no son un sustituto de la investigación misma, del mismo modo que ninguna biblioteca sobre botánica pude reemplazar a la contemplación de la naturaleza, aunque hace posible que la contemplación sea más provechosa.

10.                      La pauta de la investigación científica.

La variedad de habilidades y de información que exige el tratamiento científico de los problemas ayuda a explicar la extremada división del trabajo prevaleciente en la ciencia contemporánea, en la que encuentra lugar toda habilidad adquirida. Es posible apreciar esta variedad exponiendo la pauta general de la investigación científica. Creo que esa pauta – o sea, el método científico – es, en líneas generales, la siguiente:
1.    PLANTEO DEL PROBLEMA.
1.1.  Reconocimiento de los hechos: examen del grupo de hechos, clasificación preliminar y selección de los que probablemente sean relevantes en algún respecto.
1.2.  Descubrimiento del problema: hallazgo de la laguna o de la incoherencia en el cuerpo del saber.
1.3.  Formulación del problema: planteo de una pregunta que tiene probabilidad de ser la correcta; esto es, reducción del problema a su núcleo significativo, a lo mejor soluble y probablemente fructífero, con ayuda de conocimiento disponible.
2.    CONSTRUCCIÓN DE UN MODELO TEÓRICO.
2.1.  Selección de los factores pertinentes: invención de suposiciones plausibles relativas que probablemente son pertinentes.
2.2.  Invención de las hipótesis centrales y de las suposiciones auxiliares: propuesta de un conjunto de suposiciones concernientes a los nexos entre las variables pertinentes; ej., formulación de enunciados de ley que se espera puedan amoldarse a los hechos observados.
2.3.  Traducción matemática: cuando sea posible, traducción de las hipótesis, o parte de ellas, a alguno de los lenguajes matemáticos.
3.    DEDUCCIÓN DE CONSECUENCIAS PARTICULARES
3.1.  Búsqueda de soportes racionales: deducción de consecuencias particulares que pueden haber sido verificadas en el mismo campo o en campos contiguos.
3.2.  Búsqueda de soportes empíricos: elaboración de predicciones (o retrodicciones) sobre la base de modelo teórico y de datos empíricos, teniendo en vista técnicas de verificación disponibles o concebibles.
4.    PRUEBA DE LAS HIPÓTESIS.
4.1.  Diseño de la prueba: planeamiento de los medios para poner a prueba las predicciones; diseño de observaciones, mediciones, experimentos y demás operaciones instrumentales.
4.2.  Ejecución de la prueba: realización de las operaciones y recolección de datos.
4.3.  Elaboración de los datos: clasificación, análisis, evaluación, reducción, etc., de los datos empíricos.
4.4.  Inferencia de la conclusión: interpretación de los datos elaborados a la luz del modelo teórico.
5.    INTRODUCCIÓN DE LAS CONCLUSIONES EN LA TEORÍA.
5.1.  Comparación de las conclusiones con las predicciones: contraste de los resultados de la prueba con las consecuencias del modelo teórico, precisando en qué medida este puede considerarse confirmado o disconfirmado (inferencia probable).
5.2.  Reajuste del modelo: eventual corrección o aún reemplazo del modelo.
5.3.  Sugerencias acerca del trabajo ulterior: búsqueda de lagunas o errores en la teoría y/o los procedimientos empíricos, si el modelo ha sido disconfirmado; si se ha confirmado, examen de posibles extensiones y de posibles consecuencias en otros departamentos del saber.

11.    Extensibilidad del método científico.

Para elaborar conocimiento fáctico no se conoce mejor camino que el de la ciencia. El método de la ciencia no es, por cierto, seguro; pero es intrínsecamente progresivo, porque es autocorrectivo: exige la continua comprobación de los puntos de partida, y requiere que todo resultado sea considerado como fuente de nuevas preguntas. Llamemos filosofía científica a la clase de concepciones filosóficas que aceptan el método de la ciencia como la manera que nos permite:
a)       Plantear cuestiones fácticas “razonables” (esto es, preguntas que son significativas, no triviales, y que probablemente pueden responderse dentro de una teoría existente o concebible).
b)       Probar respuestas probables en todos los campos especiales del conocimiento.
No debe confundirse la filosofía científica con el cientificismo en cualquiera de sus dos versiones: el enciclopedismo científico y el reduccionismo naturalista. El enciclopedismo científico pretende que la única tarea de los filósofos es recoger los resultados más generales de la ciencia, elaborando una imagen unificada de los mismos, y preferiblemente formulándolos todos en un único lenguaje (ej., el de la física). En cambio, la filosofía, científica o no, analiza lo que se le presente y, a partir de este material, construye teorías de segundo nivel, es decir teorías de teorías; la filosofía será científica en la medida en que elabore de manera racional los materiales previamente elaborados por la ciencia. Así es como puede entenderse la extensión del método científico al trabajo filosófico.
En cuanto al cientificismo concebido como reduccionismo naturalista – y que a veces se superpone con el enciclopedismo científico como ocurre con el fisicalismo – puede describírselo como una tentativa de resolver toda suerte de problemas con ayuda de las técnicas creadas por las Ciencias Naturales, desdeñando las cualidades específicas irreductibles, de cada nivel de la realidad. El cientificismo radical de esta especie sostendría, por ejemplo, que la sociedad no es más que un sistema fisicoquímico (o, a lo sumo, biológico), de donde los fenómenos sociales deberían estudiarse exclusivamente mediante la ayuda de metros, relojes, balanzas y otros instrumentos de la misma clase. En cambio, la filosofía científica favorece la elaboración de técnicas específicas en cada campo, con la única condición de que estas técnicas cumplan las exigencias esenciales del método científico en lo que respecta a las preguntas y a las pruebas. De esta manera es como puede entenderse la extensión del método científico a todos los campos especiales del conocimiento.
Pero también debería emplearse el método de la ciencia en las ciencias aplicadas y, en general, en toda empresa humana en que la razón haya de casarse con la experiencia; vale decir, en todos los campos excepto en arte, religión y amor. Una adquisición reciente del método científico es la investigación operativa (operations Research), esto es, el conjunto de procedimientos mediante los cuales los dirigentes de empresas pueden obtener un fundamento cuantitativo para tomar decisiones, y los administradores pueden adquirir ideas para mejorar la eficiencia de la organización[10]. Pero, desde luego la extensión del método científico a las cosas humanas están aún en su infancia. Pídale a un político que pruebe sus afirmaciones, no recurriendo a citas y discursos, sino enfrentándose con hechos certificables (tal como se recogen y elaboran, por ejemplo, con ayuda de las técnicas estadísticas). Si es honesto, cosa que puede suceder, o bien:
a)   Admitirá que no entiende la pregunta.
b)   Concederá que todas sus creencias son, en el mejor de los casos, enunciados probables, ya que solo pueden probarse imperfectamente.
c)   Llegará a la conclusión de que muchas de sus hipótesis favoritas (principios, máximas, consignas) tienen necesidad urgente de reparación.
En este último caso puede terminar por admitir que una de las virtudes del método de la ciencia es que facilita la regulación o readaptación de ideas generales que guían (o justifican) nuestra conducta consciente, de manera tal que esa pueda corregirse con el fin de mejorar los resultados.
Desgraciadamente, la cientifización de la política la haría más eficaz, pero no necesariamente mejor, porque el método puede dar la forma y no el contenido; y el contenido de la política está determinado por intereses que no son primordialmente culturales o éticos, sino materiales. Por esto, una política científica puede dirigirse a favor o en contra de cualquier grupo social: los objetivos de la estrategia política, así como los de la investigación científica aplicada, no son fijados por patrones científicos, sino por intereses sociales. Esto muestra a la vez el alcance y los límites del método científico: por una parte, puede producir saber, eficiencia y poder; por la otra, este saber, está eficiencia y este poder pueden usarse para bien o para mal, para libertar o para esclavizar.

12.    El método científico: ¿un dogma más?

¿es dogmático favorecer la extensión del método científico a todos los campos del pensamiento y de la acción consciente? Planteamos la cuestión en términos de conducta. El dogmático vuelve sempiternamente a sus escrituras, sagradas o profanas, en búsqueda de la verdad; la realidad le quemaría los papeles en los que imagina que está enterrada la verdad: por esto alude el contacto con los hechos. En cambio, para el partidario de la filosofía científica todo es problemático: todo conocimiento fáctico es falible (pero perfectible), y aún las estructuras formales pueden reagruparse de maneras más económicas y racionales; más aún, el propio método de la ciencia será considerado por el cómo perfectible, como lo muestra la reciente incorporación de conceptos y técnicas estadísticas. Por consiguiente, el partidario del método científico no apegarse obstinadamente al saber, ni siquiera a los medios consagrados para adquirir conocimiento, sino que adoptara una actitud investigadora; se esforzara por aumentar y renovar sus contactos con los hechos y el almacén de las ideas mediante las cuales los hechos pueden entenderse, controlarse y a veces reproducirse.
No se conoce otro remedio eficaz contra la fosilización del dogma – religioso, político, filosófico o científico, porque es el único procedimiento que no pretende dar resultados definitivos. El creyente busca la paz en la aquiescencia; el investigador, en cambio, no encuentra paz fuera de la investigación y la disensión: está en continuo conflicto consigo mismo, puesto que la exigencia de buscar conocimiento verificable implica un continuo inventar, probar y criticar hipótesis. Afirmar y asentir es más fácil que probar y disentir; por esto hay más creyentes que sabios, y por esto, aunque el método científico es opuesto al dogma, ningún científico y ningún filósofo científico deberían tener la plena seguridad de que han evitado todo dogma.
De acuerdo con la filosofía científica, el peso de los enunciados – y por consiguiente su credibilidad y su eventual eficacia práctica – depende de su grado de sustentación y de confirmación. Si, como estimaba Demócrito, una sola demostración vale más que el reino de los persas, puede calcularse el valor del método científico en los tiempos modernos. Quienes lo ignoran íntegramente no pueden llamarse modernos; y quienes lo desdeñan se exponen a no ser veraces ni eficaces.



Referencias

Bunge, M. (s.f.). ¿Cuál es el método de la ciencia? En La ciencia. Su método y su filosofía. Recuperado el 29 de marzo de 2020, de "C:\Users\alicia aine ramirez.000\OneDrive - Universidad Abierta y a Distancia de México\1 Semestre\Fundamentos de Investigación\Unidad 1\Materialdeapoyo_U1\BungeMario_LaCienciaSuMetodoYFilosofia.pdf"




[1] G. Boccaccio Vita di Dante, en Il comento alla Divina Commedia e gli altri scriti intorno a Dante (Bari Laterza 1918), I, p. 37
[2] D. Hume, A Treatise of Human Nature (London, Everyman, 1911) I, p. 105.
[3] Aristoteles, Analíticos Posteriores, libro II cap. XIX 110b.
[4] W. James, Pragmatism, (New York, Meridian Books, 1935), p. 134
[5] P. W. Bridgman, Reflections of a Physicist (N. York, Philosophical Library, 1955) p. 83
[6] C. Huygens, Traité de la lumière (Paris, Gauthier-Villars, 1920), p. 5
[7] J. C. Maxwell, A Treatise of Electricity and Magnetism, 3ª Ed. (Oxford, University Press 1937), II, pp. 434 y ss.
[8] S. F. Mason, A History of the Sciences, (London, Routledge & Kegan Paul, 1953) p. 386
[9] D. Bohm, “A proposed Explanation of Quantum Theory in Terms of Hidden Variables at a Sub Quantum Mechanical Level”, en Colston Papers (London, Butterworths Scientific Publications 1957) IX, p. 33
[10] Véase P.M. Morse y G. E. Kimball, Methods of Operations Research, ed. Rev. (Cambridge, Mass., The Technology Press of Massachusetts Institute of Technology; N. York, John Wiley & Sons, 1951).

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